A continuación transcribo los cuatro artículos de la serie publicada en La Opinión el pasado mes de junio. Las fotos en este texto son mías; para ver la fotogalería con las excelentes fotografías de Aurelia, pueden ir a
PRIMERA PARTE: ALTAR, LA ECONOMIA DE LA MIGRACION
ALTAR, Sonora.— Altar no se mueve. A las 11:00 de la mañana el calor ya es insoportable: 44 grados centígrados, unos 111 grados Fahrenheit. No sopla el viento. Las poquitas, pequeñísimas nubes que se ven en el cielo se quedan en el mismo sitio durante horas.También permanecen estáticos los hombres que por unos días se quedan en Altar. Porque desde hace años, Altar es una ciudad de paso. De Chiapas, de Oaxaca, de Veracruz, de Hidalgo, de Querétaro llegan los autobuses que hacen una parada en Hermosillo para luego detenerse en Altar.
Nubes de Altar
Ese sueño es el que acaricia Ramiro Cruz, al igual que los casi 200 migrantes que cada día salen de aquí hacia la frontera. Ramiro tiene 21 años y llegó de Tuxtla Gutiérrez hace tres días, pero no ha cruzado porque está esperando a que el coyote venga por él. "No quiero irme sin ir a intentar allá", dice. Las cosas están difíciles en la frontera; hay mucha border, muchos elementos de la Patrulla Fronteriza recorriendo las sendas y los atajos frecuentados por los migrantes. Hay que esperar el mejor momento.
Y Ramiro espera. Alojado en una de las "casas de huéspedes" que han surgido en los últimos años en Altar, el joven, junto con otros 60 migrantes, aguardan pacientemente la señal que les dirá que hay que ponerse listos, arreglar las cosas y seguir al coyote, aunque en la plática diaria atenúan el término y se refieren a él como el "guía" o el "apoyador".
Las casas de huéspedes en las que esperan los migrantes a lo largo del pueblo, en realidad son barracas en donde por 35 pesos (cerca de tres dólares) pueden dormir sobre tablas o cojines que pretenden ser un colchón. Un cuarto promedio, que en condiciones normales podría albergar dos o tres camas, aloja entre 10 y 20 personas, dependiendo de la temporada.
La gran mayoría de quienes llegan aquí son hombres. Por cada 200 adultos que cruzan en este punto, lo hacen un niño y dos mujeres. Cada uno de ellos paga en promedio dos mil dólares por llegar al otro lado de la frontera.
Ramiro dio un "entre" antes de salir de Chiapas, el resto lo irá pagando cuando llegue a Atlanta y encuentre empleo; un empleo que probablemente le permitirá ganar 10 veces más que los seis dólares diarios que ganaba en su tierra natal.
La parroquia del pueblo, punto de encuentro
El milagro de Altar
A Altar le tocó ser el lugar más caliente de todo el Hemisferio Norte, con temperaturas máximas que rozan los 57 grados centígrados, 134 Fahrenheit. Situada en la zona noroeste de Sonora, la región desértica de Altar es una de las zonas más inhóspitas del planeta, así como una de las menos exploradas. Tal vez por eso en los últimos años el desierto de Altar se ha convertido en una ruta atractiva para quienes buscan cruzar la frontera entre México y Estados Unidos sin documentos.
A partir de 1994, cuando los operativos Guardián y Salvaguarda se empezaron a aplicar en los estados de California y Arizona, la migración indocumentada tuvo que modificar su trayectoria y dirigirse hacia el desierto, en donde la vigilancia era menor. De esa manera, las ocho horas de recorrido después de cruzar "la línea" se convirtieron en 12, en 15, en una noche, en dos, caminando por el terreno agreste y desolado.
"Estos operativos se implementaron porque supuestamente iban a acabar con la migración indocumentada. Lo que hicieron fue desviarla hacia otras áreas y ahí es donde empezaron a crecer las listas, porque nunca antes de esa época habíamos oído hablar de migrantes muertos", comenta Francisco García Atén, director de la Casa de Atención al Migrante y el Necesitado (CAMYN) en Altar. "Pero las cifras no han bajado, al contrario; el problema que iban a resolver se volvió más grande, y la gente sigue cruzando, pero con más dolor".
Paradójicamente, fue esta nueva tendencia la que hizo surgir el milagro para Altar. Habiendo sido una población de actividad principalmente agrícola y ganadera, al igual que los otros seis pueblos de la zona, Altar empezó a sufrir estragos en su economía local a partir de la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLC).
"Altar antes era de ejidatarios", señala Francisco, originario del pueblo. "Yo recuerdo en mi juventud mucho trabajo en el campo: la uva, el durazno, el trigo. Pero a partir del TLC a los productores les empezó a ir mal por la competencia con los productos subsidiados que vienen de Estados Unidos", comenta.
Como este fenómeno se dio también en otras regiones del país, un nuevo giro llegó a Altar: la economía de la migración. "De pronto nos convertimos en la sala de espera de los migrantes, porque éste es el último lugar en donde tienen acceso a servicios antes de cruzar", dice Francisco. "Y a la par de los migrantes, fue aumentando la infraestructura de los servicios. Altar no es un lugar de turismo, aquí no hay nada que ver, ni playas ni cultura, y sin embargo hoy tenemos 14 hoteles, uno de ellos de cuatro estrellas, y 80 casas de huéspedes".
Oraciones en el templo, mientras llega el momento de partir hacia el desierto
En las cifras oficiales, Altar cuenta con ocho mil habitantes; sin embargo, cada día pasan por el lugar un promedio de dos mil personas, la inmensa mayoría migrantes. "En el período entre febrero y abril hubo días en que llegaron hasta 3,200 personas", comenta Francisco. "Parecía que la plaza pública estaba diario de fiesta".
No falta quien, sorprendido de que el flujo de migrantes sea de esta magnitud con la cantidad de peligros que se enfrentan en el desierto, pregunte a Francisco si quienes vienen ignoran que hay un calor del demonio, que hay que caminar tres días, que la gente se muere. Francisco da la respuesta natural: "Es gente que vive en niveles de pobreza que nadie se imagina. El gobierno les ha prometido mejoras en su vida, pero la gente en los pueblos no tiene ni para comer; ésta es la única manera de cambiar su vida".
Encomendados
La temporada marca el ritmo en Altar. Junio está siendo un mes insoportable, la gente lo sabe. Los migrantes también, porque cuando llegan al pueblo platican con los otros migrantes, los que ya regresaron porque los agarró la Patrulla Fronteriza o porque debido al calor decidieron emprender el regreso. Algunos simplemente se entregan a la autoridad para salir del desierto.
Los que ya están aquí le pasan la voz a los que apenas vienen, de modo que ahora, en junio, Altar está en temporada baja. Lo resienten los propietarios de los localitos ambulantes de comida instalados en la plaza, que por tres dólares dan desayuno o comida a los migrantes. Lo saben los dueños de los puestos que venden mochilas, calcetas, chamarras, camisas, zapatos tenis, crema para los labios o para la piel, ajo para ahuyentar con el olor a las serpientes, pendientes de cuero con imágenes de santos; paliacates con la Virgen de Guadalupe, con el dibujo de un montón de billetes verdes o con diseño de camuflaje.
El camuflaje es un consejo que se pasan unos a otros. Al momento de cruzar se recomienda llevar ropa oscura, negra, verde, café o azul marino, con estampados o variaciones tonales pero sin dibujos —sin embargo, no son pocos los que llevan a la Guadalupana estampada en una playera, para viajar "encomendados". Las mochilas, las gorras, los zapatos, las chamarras y los pantalones deben ser igual. Los galones de agua que lleva cada migrante al cruzar, dos en promedio, también son pintados con tinta negra para evitar que el sol o la luz se reflejen en ellos y puedan ser vistos.
Además de los dos galones, las provisiones para cruzar incluyen, en general, un paquete de pan de caja, algunas latas de atún o sardinas, latas de frijoles y en ocasiones de salsa; sal y una bolsa con limones para no deshidratarse.
"La cosa es que no pese mucho, pero que tampoco se les acabe pronto", dice la mujer que atiende una de las tienditas frente a la plaza central del pueblo. "El coyote les dice: ‘Cada quien puede llevar lo que quiera, pero cada quien carga lo suyo’".
Los migrantes compran sus provisiones y bajo el sol de Altar aguardan. Entre los portales de las casas de huéspedes y las bancas de la plaza, siempre hay una escala adicional: la visita a la iglesia del pueblo, dedicada a la Virgen de Guadalupe.
En el templo vacío, cada mañana se ve entrar a los hombres a hacer una oración. Un tablero de avisos muestra las fotos y los nombres de otros hombres que han desaparecido en el desierto y son buscados por su familia. Cada migrante se encomienda con devoción y, mientras llega el momento de cruzar, paciente espera.
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SEGUNDA PARTE: SOÑAR DESDE UNA BARRACA
ALTAR, Sonora, México.— "¡Esta ‘migra’ ya nos agarró", grita frustrado "Mario" a sus 8 años de edad. Después de tres días caminando por el desierto junto a sus padres, su hermana de 6 años y otras personas, "la migra", la Patrulla Fronteriza, acabó con el sueño del pequeño.
Originaria de Chiapas, la familia de "Mario" decidió emprender el camino hacia el norte para buscar una vida mejor. En su pueblo sus amigos tenían juguetes que su familia no podía comprarle. Pronto descubrió que esos juguetes provenían de Estados Unidos, de aquellos familiares que ya habían cruzado la frontera. Cuando su familia tomó la decisión, "Mario" también puso a Estados Unidos en su mira.
Como esta familia, cientos de migrantes llegan cada día al pueblo de Altar, en Sonora, buscando mejorar sus condiciones de vida. Pero como ellos, también son cientos los que no logran cruzar en el primer intento. El ambiente antiinmigrante, el incremento de guardias de la Patrulla Fronteriza, además del calor excesivo en el desierto, provocan que muchos de quienes inician el camino decidan regresar o ser capturados y deportados.
A estas condiciones se suman los grupos delictivos. Los migrantes que buscan senderos apartados de la ruta de la Patrulla Fronteriza frecuentemente invaden el territorio utilizado por redes de narcotraficantes. Son asaltados por gatilleros que tratan de intimidarlos; amenazan con matarlos si vuelven a utilizar esos caminos. Las mujeres son violadas y los hombres son golpeados.
Todos ellos vienen de Altar. Los que regresan, regresan a Altar.
Desde que inició la ola migratoria a través del desierto, hace cerca de 10 años, este pequeño pueblo transformó su fisonomía. Aquí y allá empezaron a aparecer los negocios de comida, ropa y provisiones para cruzar la frontera.
También aparecieron las "casas de huéspedes", en su mayoría pequeños cuartos, barracas en medio de cualquier terreno, hechas de tabique y cemento, aunque las mejores cuentan con alguna capa de pintura. La mayoría no tiene ventanas ni ventilación adecuada. Sobre unos armazones de metal que hacen las veces de literas se colocan tablas con cojines o pedazos de tapete y algunas cobijas de lana que durante la época de calor más bien estorban.
Cuando el migrante llega apalabrado con un coyote, generalmente ya tiene arreglada la casa en la que va a pernoctar. Ahí conoce a los otros, los que cruzarán con él. Juntos esperan el mejor momento para hacerlo, cuando vendrá por ellos el coyote.
Afuera de una "casa de huéspedes’. Los migrantes centroamericanos temen alejarse por miedo a las autoridades mexicanas de migración
El costo por noche de estas casas varía, pero se consiguen desde los tres dólares. Algunas incluyen dos comidas al día por tres dólares más. Tienen un baño comunitario, un lavadero donde igual se lavan los platos que la ropa aunque ahora, como es tiempo de calor, el agua escasea y hay que evitar su uso al máximo.
Las casas más grandes cuentan con varios cuartos y un patio en el centro. Los huéspedes se dividen estos espacios durante el día: mientras "Mario", su familia y otros seis o siete compañeros juegan cartas dentro de uno de los cuartos, otro grupo afuera espera sentado, desde hace tres días, el momento de iniciar el camino hacia el sueño americano.
La vida no tiene fe
"Mario" juega entre las tablas y las cobijas que pretenden ser una cama para más de 10 personas, las mismas que iban con su familia cuando cruzaban el desierto. La madre relata con orgullo cómo el niño, en medio del recorrido, daba ánimos a su hermanita. En un punto del camino el grupo fue asaltado. A la familia le quitaron el dinero que llevaba; a algunos de los hombres les quitaron hasta los zapatos. A pesar de todo, continuaron hasta que los agarró "la migra". Ahora la familia espera un envío de dinero desde Chiapas para regresar.
Otros miembros del grupo están dispuestos a intentarlo nuevamente y esperan el mejor momento. Mientras llega, la tarde pasa lenta, calurosa... y un vapor satura el ambiente.
"La vida no tiene fe; a veces comiendo se muere uno", suelta de pronto Ismael Vera. Él es originario de Cintalapa y va a intentarlo por primera vez. Sabe que va a caminar dos días y tres noches; o al menos eso le dijeron. Pero él asegura que no le teme a la "cruzada", que peores cosas pasan si uno se queda sin hacer nada.
"¿Y no le duele dejar a la familia, a los hijos?".
Ismael no esperaba la pregunta. La sonrisa se le congela, la mirada se le pierde en el vacío; se le hace un nudo en la garganta y tarda en contestar con una voz bajita que pretende no quebrarse: "¿Tanto se nota?".
"Es que uno no puede nomás ver a los hijos sufriendo allá", dice Ramón, otro hombre que ya ha cruzado antes. Lleva gastados 200 dólares en el viaje desde Chiapas hasta Altar. De ahí, todavía faltan los dos mil dólares del coyote. Ramón tiene esposa y nueve hijos entre los 21 y los 2 años de edad. Dos de ellos ya están en la universidad, dice orgulloso. "Si me estoy allá tal vez dejen la escuela. Ni modo de sentarme a llorar con ellos".
Este grupo de ocho chiapanecos va derechito a Florida, "porque allá hay menos agentes de inmigración". En Chiapas cultivaban maíz, frijol, cacahuate. El problema es que no son dueños de la tierra y la tierra ya no se usa para cultivar porque ya no conviene; los pocos campos productivos que aún hay en la zona se han convertido en potreros o pastizales. Allá ganaban un salario mínimo de cuatro, cinco dólares diarios. En Estados Unidos, les han dicho, pueden ganar hasta 80 dólares al día.
Óscar Díaz: la esperanza de regresar
Sin embargo todos aseguran que no van para quedarse. "Pienso regresar", afirma Óscar Díaz. "Esa es mi tierra; voy por una necesidad, nada más por dos años, en lo que junto dinero para buscar un pedazo de tierra donde trabajar. A lo mejor construir un potrero".
Entre los migrantes que pasan por Altar, los más vulnerables son los que vienen de Centroamérica. Son los que más "caen", explica el propietario de una de las casas de huéspedes; vienen menos preparados y más cansados, porque llevan más tiempo caminando.
Cuando se les pregunta por su lugar de origen, todos los centroamericanos afirman ser de Chiapas, por temor a que las autoridades de inmigración mexicanas los deporten a sus países. Pero es fácil identificarlos: pasan los días de espera escondidos en las barracas. Los cuartos no tienen ventanas; la única luz entra por la puerta... y parece que el miedo también. La seguridad que da el cuarto impregnado de vapor pegajoso tal vez sirve para reunir valor para cuando haya que salir a la inmensidad agreste del desierto.
"¿Tú sabes dónde venden boletos para Chiapas?". Ovidio, de 17 años, es originario de Petén, Guatemala. Después de seis días de viaje hasta Altar, emprendió el camino hacia el otro lado, con cuatro compañeros y sin "guía". Durante todo el día cruzaron a pie por un camino resbaloso, en medio del calor, hasta que de pronto un helicóptero los alumbró; 10 agentes de la Patrulla Fronteriza los amagaron y los deportaron a Nogales. De ahí regresaron, otra vez a Altar. Ahora Ovidio busca llamar a su casa para que le envíen dinero para regresar.
"¿Tú no eres de ‘Guate’?", pregunta. "¿Y tienes celular?". "¿Y tú por dónde cruzas?". A Ovidio casi le cuesta entender que hay gente que llega al otro lado sin necesidad de atravesar el desierto a pie. "¿Y no me puedo ir contigo, verdad?", pregunta por no dejar. "Bueno, cabal platicamos", dice por toda despedida. La tarde sigue su curso. Desde dentro de la barraca, "Mario" sueña con el día en que regresará a Altar para cruzar otra vez; un día en que "la migra" tal vez ya no estará ahí.
Hay quienes no reúnen los 35 pesos por noche para una "casa de huéspedes"
Estos pies cansados
Despacito, con el rostro quemadísimo por el sol, José López atraviesa la plaza central de Altar. Cada paso le duele, se nota desde lejos. José caminó durante dos noches por el desierto; la tercera ya no pudo más y se tuvo que quedar sentado mientras el grupo con el que iba seguía su camino. No tardó mucho en detenerlo "la migra" y fue deportado a Nogales. De ahí se regresó a Altar.
A sus 22 años, ésta es la segunda vez que José intenta cruzar. Ya decidió que no lo va a intentar nuevamente. Ahora sólo busca que su familia le envíe dinero para poder regresar a Las Pilas, Chiapas, donde lo esperan su esposa y sus dos hijos. Allá es campesino y gana cerca de cinco dólares diarios que, dice, no alcanzan para nada.
A un lado de la plaza hay una unidad móvil de la Cruz Roja. Ahí se dirige José con pequeños pasitos, y tras decirle al doctor que no tomó agua en dos días, con muchos trabajos se sienta para que lo revisen.
Le empiezan a quitar los zapatos; el rostro se tensa, aprieta los ojos y los dientes. El hedor cuando le quitan los calcetines sólo puede ser producto del sudor de tres días en el desierto encerrado en los zapatos. Lo primero que se ve son las uñas grises, reblandecidas. El doctor le explica que se le van a caer.
José tiene ampollas en ambos lados de los talones, una ámpula en las plantas de los pies, llagas entre los dedos. Con una navajita le cortan la piel y le sacan la sangre. Un enfermero se acerca comiendo un helado; ve la escena y ni se inmuta. "No trae nada en comparación de otros", dice.
Amado Coello, el médico a cargo, explica que en este sitio se atiende a un promedio de mil personas al mes. "La cosa se agudiza de regreso, porque vienen insolados, deshidratados, anémicos, con las uñas de los pies estrelladas, los músculos hechos piedra", explica. Los pies se queman con la fricción de los calcetines y los zapatos. "En medio del tejido hay un ácido que provoca que cada vez que dan un paso, sienten como si estuvieran pisando lumbre", dice el médico.
Además de los pies quemados, los casos más frecuentes son de deshidratación y los parásitos en el estómago, detalla Coello.
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TERCERA PARTE: LA ESPERANZA SE LLAMA SÁSABE
ALTAR, Sonora, México.— Llegó la hora. Un grupo que trata de ser discreto atraviesa rápidamente la plaza central de Altar. Llevan pequeñas mochilas, algunas bolsitas de plástico con latas de alimentos y botellas. Y cada uno, al menos un galón de agua. Hoy por la noche estarán cruzando el desierto.
Arribarán a la frontera entre Sonora y Arizona —le dicen "la línea"— en viejas camionetas tipo van. En dos horas recorrerán el camino de terracería que separa el pueblo de Altar de la comunidad que se llama El Sásabe del lado mexicano, y simplemente Sasabe del estadounidense. La esperanza es llegar al segundo y, a partir de ahí, iniciar los tres días de camino hacia un punto seguro: Phoenix, la capital de Arizona.
Es en Altar donde se dan cita los migrantes, los coyotes y quienes lucran con ambos. Al subir a la camioneta a El Sásabe, la mayoría de los migrantes tendrá apalabrado a un coyote. En ocasiones, él mismo los acompañará; en otras, los esperará cerca de la línea. En esos casos el conductor estará sobre aviso y sólo esperará instrucciones para recoger al grupo y dejarlo en El Sásabe.
En un extremo de la plaza se alinean las camionetas, esperando su carga. Algunas traen escrita la ruta en la ventana con pintura blanca: "Altar-Sásabe". El costo del recorrido: cien pesos por persona, 10 dólares, y el cupo de cada camioneta es de entre 20 y 25 personas, aunque a veces caben 30. Esto se logra quitando los asientos y sustituyéndolos por cuatro filas de tablones en los que los migrantes se sientan apilados .
Unos suben a la camioneta desde la plaza. Otros esperan en "casas de huéspedes", cuartitos de cemento y tabique que surgen en medio de una polvareda en las afueras del pueblo. La camioneta se va llenando; cuando ya están presentes todos los "encargos", el conductor emprende la ruta hacia El Sásabe.
Hoy es un día ligero: sólo 18 personas van en esta camioneta que, además, conserva los asientos originales, un poco destartalados. Todos son hombres; al menos uno es menor de edad. "Ahorita está flojo, yo creo que por el calor y porque hay mucha migra", explica Adrián, el chofer de la camioneta, que inicia el viaje a una velocidad excesiva, sobre un camino de piedras y hoyos.
El vapor dentro del vehículo se mezcla con el polvo que llega de afuera. En lugar de cristal, las ventanas tienen unas placas de plástico transparente que vibran con un ruido de matraca incesante. Una nube de arenilla sigue a la camioneta durante todo el recorrido. Aunque se conocen entre sí, los hombres no hablan, a veces hasta dormitan. Como si no estuviesen sudando, dando de brincos y tumbos sobre el camino que se adentra inexorablemente en el desierto.
El punto para encomendarse, al inicio de la carretera Altar-El Sásabe
Historias
Éste es el recorrido que hacen todas las camionetas, todos los días. Y cada una lleva sus historias únicas. Por aquí ha pasado Víctor, originario de San Juan Chamula, Chiapas. Su viaje es de los más largos: va hasta Alaska, en donde lo espera su primo y un empleo que le permitirá enviar dinero a su familia.
A sus 20 años Víctor sólo ha trabajado en el campo cultivando flores, pero "ahorita ya no hay trabajo". Aunque sabe que Alaska está lejos, dice que no le da miedo ir hasta allá. Que ya no había manera de quedarse en el pueblo.
—No es que aquí uno no coma, bien come uno, pero hay otras necesidades para salir adelante. Si uno tuviera dinero, no se iría de allá.
—¿Qué dijo tu mamá?
—Dijo: "Está bueno", sólo que me encomendaba a las manos de Dios. Yo le dije que no se preocupara, si en el camino pasaba algo, pues ya pa’dónde. Uno, mejor luchar que robar.
Por aquí ha pasado también Laura y su historia. Ella tiene 21 años y cuatro meses de embarazo. Viaja acompañada de un par de hombres que dicen ser sus vecinos. Nadie la espera del otro lado, no sabe adónde va a llegar, a que ciudad, a qué estado. Trabajaba en una tortillería en Oaxaca, donde ganaba cinco dólares a la semana. Ahora desea llegar a Estados Unidos para ganar más, juntar un dinerito "donde sea que haya trabajo, lavando ropa, en el aseo de la casa, en una paletería".
—¿Por qué decidiste irte ahora que estás embarazada?
—Porque quiero lo mejor para mi bebé.
—¿Sabes que es peligroso caminar tanto tiempo? ¿Sabes cuánto tienes que caminar?
—Me dijeron que tres noches. Voy a hacer el intento, tratar de no quedarme en el camino.
—¿No te da miedo?
—A veces me agüito; sí me da miedo, por el bebé. Por mí, como sea, pero el bebé es lo importante.
—¿Y vale la pena el riesgo?
—Sí, para vivir bien. Lo que no quiero es que venga nomás así, sin que yo tenga algo.
—¿Cuánto tiempo te vas a quedar en Estados Unidos?
—Lo que necesite para juntar dinero. Quiero regresarme a construir una casa amplia, con un terreno. A ver si es rápido, no vaya a ser que el bebé crezca y luego ya no se quiera ir.
Los ojos de Laura brillan de ilusión cuando habla de su hijo. Si es niño se llamará David Alejandro; si es niña, Sheila Isabel. Lejos quedan las recomendaciones del médico de Altar de que las embarazadas no crucen por el desierto: "Caminan y caminan hasta que empiezan con un sangradito", advirtió. "Las que regresan, llegan con amenaza de aborto".
Entre los que viajan hoy viene un grupo originario de Puebla. Sus condiciones son mejores que las de otros. Tomaron un avión a Hermosillo, la capital de Sonora, y de ahí viajaron a Altar. Los familiares en Nueva York —algunos le dicen "Puebla-York"— ya están bien instalados allá: mandaron el dinero para el transporte, amarraron el coyote y los esperan para pagarle.
Escalas
Al entrar en la carretera de tierra, tres cruces —una para los niños, otra para las mujeres y otra para los hombres muertos en el desierto— lanzan a los viajeros de la camioneta un recordatorio de lo que puede pasar. Ninguno de ellos parece haberlas visto.
El camino está lleno de pequeños altares que aparecen aquí y allá. También algunas cruces, como las que se ponen en el sitio en el que alguien murió. El altar más grande del camino está dedicado a la Virgen de Guadalupe y a San Judas Tadeo. Rodeado por decenas de veladoras, es una escala obligada para quienes van rumbo a El Sásabe.
Un hombre se baja del vehículo y se acerca con devoción; se inclina, hace una oración, cierra los ojos. Cuando los abre, con solemnidad toca la imagen religiosa y lleva la mano al corazón antes de persignarse. Hasta Adrián, el chofer de la camioneta, discretamente hace su plegaria cuando no lo ven los demás.
Allá en un rincón, debajo de un mezquite, hay un altar más pequeño: es el altar a la imagen de la Santa Muerte, una figura que en los últimos años ha cobrado popularidad en México —se alega que concede favores relacionados con el amor y con la protección— y que no es reconocida por la Iglesia Católica.
"A ésta también vienen y le hacen encargos", explica Adrián. "Vienen y le dejan cervezas, cigarros, un carrujo de mariguana, bolsitas de cocaína. Ya se imaginará quiénes son los que pasan por aquí".
La Santa Muerte: los otros encomendados
Con la incursión de los migrantes por las zonas desérticas en los últimos 10 años, los grupos que se dedican al narcotráfico los ven compartiendo algunas de sus rutas. Ellos cuentan con gatilleros que asaltan e intimidan a los migrantes, para obligarlos a buscar otros caminos. Pero hasta ahora, la de El Sásabe es una ruta compartida.
La camioneta sigue su viaje. Una hora después, otra escala. Un retén del Grupo Beta, la agrupación del gobierno mexicano que ofrece atención a los migrantes, la detiene. El agente abre la puerta, echa un vistazo y, tras identificar a los periodistas que no es común ver por la zona, se concentra en el resto del grupo.
El hombre tiene experiencia; de una ojeada puede adivinar el origen de los que están ahí. "¿Tú eres del Estado [de México] o del D.F.?", pregunta a uno, que resulta ser de la capital. "¿Y tú?", le dice a otro. "De Oaxaca", responde el aludido. Muchos inmigrantes centroamericanos que entraron indocumentados en México van preparados para responder que son de un estado del sureste mexicano, por temor a ser deportados.
El agente Beta tiene sus sospechas. "¿De qué municipio eres?", cuestiona al mismo hombre. La respuesta lo deja satisfecho y, a gritos, da recomendaciones generales al grupo: el camino que van a iniciar es muy peligroso; ésta es una mala época para cruzar por el calor. Si aun así van a cruzar y los agarra la migra, no deben correr, porque pueden perderse.
Se va y la camioneta sigue su rumbo. El paisaje se vuelve más rocoso y el camino más difícil. La frontera ya está cerca: se nota en el ambiente dentro del vehículo. Quienes dormitaban empiezan a despertar, parpadean nerviosos, están alertas. No han dicho una palabra durante todo el trayecto, pero ahora su silencio se siente en el aire.
La última escala es el sitio llamado La Ladrillera, una zona que se interna en el desierto 15 minutos antes de llegar a la frontera. Ahí bajan cinco hombres que, junto con otros que los esperan, aguardarán la noche para empezar a caminar. Este camino es menos vigilado por la migra, pero más frecuentado por asaltantes. Los hombres que deciden tomar la ruta de La ladrillera saben que van a un asalto casi seguro, pero confían en que después de quitarles el dinero, los asaltantes les dejen continuar.
Finalmente: El Sásabe. Allá, al fondo, sobre el alambre de púas, ondea la bandera estadounidense. Ahora habrá que encontrarse con el coyote que ya espera en algún punto; esperar a que oscurezca, recorrer la línea hasta encontrar la vereda que parezca más segura. Recordar que van encomendados, que la familia espera, que es sólo por un tiempo, que siempre es mejor luchar que robar.
EL SÁSABE, Sonora, México.— "El pollerismo es un mal necesario, porque si no estuvieran los polleros, ¿cómo se iba a ir sola la gente?" La lógica de Luis Chávez, uno de sólo dos agentes de la policía municipal de El Sásabe, es contundente. "No se van a dejar de ir; es su país, no los pueden detener para que no crucen. Y no tienen cómo seguir viviendo si se quedan. Es muy injusto, mi propio gobierno está fallando en ese aspecto", comenta.
Los dos policías en El Sásabe, uno para cada turno, están para patrullar los alrededores de la escuela; el resto del pueblo es tierra de nadie. Formalmente todos los niveles de autoridad están representados aquí: policía municipal, estatal, federal preventiva, agentes del Grupo Beta y el Ejército. Pero, dice Luis, nomás no alcanzan.
"Si trabajáramos en operativos conjuntos, tal vez se podría lograr que la zona fuera más segura, atacar a las gavillas que andan asaltando, que violan a las mujeres", dice. "Pero no se puede". Así que nada más oye las historias de los que van bordeando la línea buscando el mejor punto para cruzar.
La línea fronteriza entre El Sásabe, en México, y Sasabe, en Arizona, está marcada por tres hilos de alambre de púas. En el puerto de cruce, sobre dos carriles para autos y una pequeña caseta, ondea la bandera estadounidense. De ahí hacia los lados, todo es desierto.
Desde que Altar se convirtió en el centro de operaciones de migrantes y coyotes, El Sásabe tuvo un nuevo destino. Los habitantes de este pueblo de calles sin pavimentar dedicaban su actividad a recoger leña, hacer ladrillos, trabajar en las tiendas o en la gasolinera del pueblo. Pero la economía de la migración llegó a Altar, y con ello a la frontera.
De eso puede dar cuenta la familia López*, dueña de una extensa propiedad a la orilla de la línea. Bajo los árboles que crecen frente a la casa familiar, se detienen los migrantes un momento antes de cruzar. María, la hija, prepara comida para venderla a los que pasan. La madre acondicionó un cuarto que renta por noche.
Pero el principal ingreso del hogar lo trae Felipe. Su primer "trabajo", cuenta, le cayó a los 15 años. Muy sencillo: ayudar a los migrantes a pasar al otro lado.
Felipe estudió hasta la secundaria, como muchos en su pueblo. Si alguien quiere estudiar la preparatoria, tiene que ir a Altar o a Caborca. Ni hablar de estudios universitarios. Pero la geografía le ayudó: a sus 25 años, el "trabajo" le llega, literalmente, a la puerta de su casa. De los dos mil dólares, a veces tres mil, que cobran los coyotes que conectan a los clientes, a Felipe le tocan mil.
"No está mal; a veces me caen unos seis o siete pollitos al mes", dice. Nada mal para alguien que sólo estudió nueve años.
‘Ahora se aguantan’
Esta temporada está siendo mala. Al calor del verano se sumó el anuncio de que llegará la Guardia Nacional. Tal vez por eso ahora hay tanta migra. Viniendo del lado estadounidense, todas las carreteras y los pequeños caminos que bordean la frontera en esta parte de Arizona ven pasar una, otra, otra camioneta de la Patrulla Fronteriza. Malas noticias para los migrantes.
Y malas noticias para los coyotes o polleros; para la policía, estatal, para la federal, para el Grupo Beta. Porque, asegura Felipe, de la riqueza que se genera con la migración, a todos les toca una tajada.
"Los que llevan un grupo se esperan hasta que haya menos autoridad, así tienen que dar menos corte", explica, refiriéndose al soborno. "Porque a todos hay que darles para que dejen pasar: a la municipal, a la del estado, a la PFP y hasta al Grupo Beta", dice. "Pero si el Grupo Beta está para ayudar ¿o no?", se le pregunta. "Pues sí, pero cuando vienen las camionetas de Altar hay un retén, ¿no? Bueno, ahí les piden el dinero a los guías y hasta a los migrantes, aunque sea para las sodas", afirma.
Felipe asegura que ninguna de estas autoridades puede ayudar realmente a los que cruzan, porque no vigilan el área de noche debido al peligro de ser asaltados. Mario Alfonso López, titular de la delegación del Grupo Beta en El Sásabe, lo confirma: sus agentes, cuya función es proteger al migrante, patrullan la zona de 8:00 de la mañana a 6:00 de la tarde "para evitar incidentes". Pero a esas horas pocos cruzan; la gran mayoría espera hasta que cae la noche.
"De noche, nada más el Ejército anda por la línea", comenta Felipe. Según el joven, los militares son los únicos que no reciben dinero de los coyotes; de hecho si los encuentran, "les ponen una madriza", explica. Esto se debe no sólo a su actividad de transportar personas; una gran parte de los coyotes aprovecha el cruce para llevarse un paquetito de droga como "trabajito" adicional.
Además de cuidarse de la autoridad, el coyote también tiene que cuidar a su grupo de los asaltantes o bajadores. Los migrantes que cruzan por el desierto han invadido las rutas que antes eran exclusivas de los narcotraficantes; ahora estos grupos contratan gente para que asalte y golpee a los migrantes a fin de persuadirlos de que no vuelvan por ahí. Sin embargo, continúan haciéndolo porque por ahí hay menos migra.
Por si esto fuera poco, el maltrato también llega del otro lado. La Casa de Atención al Migrante y el Necesitado (CAMYN) de Altar reporta cada mes decenas de quejas por violaciones a los derechos humanos de los migrantes.
"Las quejas más frecuentes en México son de corrupción, pero cuando entran en contacto con la Patrulla Fronteriza, los migrantes se quejan de sufrir humillación", explica Francisco García Atén, director de la CAMYN. "En los centros de detención no se cumple con darles de comer; les dicen palabras altisonantes, los someten a ejercicios forzados diciéndoles: ‘A eso venían, ¿no? Pues ahora se aguantan’".
Trabajo garantizado
Está difícil seguirle el paso a Felipe cuando no se está acostumbrado a caminar en el desierto, bajo el sol que quema. Va rápido, no sólo porque conoce bien el terreno, sino porque ése es el ritmo que se sigue cuando se camina en esto, esquivando los arbustos espinosos.
No sólo los cactos y nopales que crecen caprichosamente aquí y allá espinan; también las pequeñas hojitas con filamentos puntiagudos que se atoran en el pelo, en la ropa y que atrapan al que va pasando. Por más cuidadoso que se sea, al cabo de 20 minutos la piel ya tiene varios rasguños.
A esos rasguños se suman los provocados por el alambre de púas. Entre un terreno y otro, todavía del lado mexicano, varias líneas de alambre pretenden en vano impedir el paso de los migrantes. Felipe sabe cómo abrir un poquito el durísimo tejido para que uno pueda pasar sin respirar, haciendo una horizontal casi perfecta. Aun así, un par de veces la ropa se queda atorada entre las púas.
Felipe camina de manera paralela a la línea, también bordeada por alambre. El terreno disparejo y agreste sube y baja abruptamente; cruza cañadas y arroyos secos, trepa por enormes piedras y montículos de tierra y grava, pasa por áreas de arbustos y por terrenos rocosos.
De vez en cuando se encuentra la evidencia del paso de otros grupos: latas vacías de atún o de sardinas; botellas, a veces contenedores de agua; una prenda de ropa que estorbó; el zapato de un bebé.
Felipe llega al punto conocido como "la puerta", a una milla del cruce fronterizo. Es un espacio abierto en la línea, suficientemente ancho para dejar pasar a un auto pequeño. Algunas veces, si no hay mucha migra, los grupos cruzan por ahí.
Pero esta vez es complicado. La migra anda por todos lados. Son cerca de las 6:00 de la tarde y ya hay tres vehículos vigilando, con su franja verde brillante. Felipe asegura que ha llegado a ver hasta siete.
El joven sigue avanzando hasta llegar a la cima de un cerro. En condiciones normales, permanecería sentado ahí hasta que llegara el mejor momento para cruzar. Pero ahora no hay clientes; los que estaban afuera de su casa ya vienen "encargados".
Felipe asegura que ese grupo, los que vienen de Veracruz, no van a llegar, que los van a "bajar" en el camino y mañana van a estar de regreso. A él le ha pasado, pero cuando le regresan a su gente los vuelve a cruzar hasta que llegan a su destino. "Va con el trabajo; se les da garantía, para que regresen, porque la mayoría viene recomendado", dice.
—¿Qué es lo que más te gusta de este trabajo?
—Pues que soy libre. Allá en el otro lado es diferente; haces una cosa, y ahí está la policía.
—¿Y qué es lo que no te gusta?
—La pobreza... Y el calor.
El sol se empieza a meter y a lo lejos se ven las tres camionetas de la Patrulla Fronteriza. Felipe sabe que los agentes lo están viendo con binoculares, que están viendo que él también los ve. Los separa un terreno profundo y en declive que está del lado americano.
Después de un rato, Felipe se empieza a poner nervioso y decide volver al pueblo. Emprende el regreso a lo largo de la línea bordeando algunos arbustos y cubriendo su rostro. Al empezar el movimiento, una de las camionetas se lanza cuesta abajo y se pierde de vista.
Súbitamente aparece, como salida de la nada, después de atravesar el declive que la separaba de la línea. Recuerda esas imágenes que representan a la migra como un perro de dientes afilados: se oye el sonido de las llantas derrapando sobre la tierra, justo a la altura de "la puerta". El aire se tensa, la camioneta se detiene; las puertas se abren y bajan dos agentes altos y rubios, de presencia imponente. No cierran la puerta de la camioneta detrás de sí.
Felipe apura el paso, cubre su rostro con la gorra. No corre pero no baja la velocidad y no voltea. Todos los que van con él apuran el paso, aunque en ningún momento han salido del territorio mexicano. "¡Hey, amigo!", se escucha gritar a un agente que busca que los otros se detengan, que se acerquen. Que tal vez sin darse cuenta crucen la línea, ese punto arbitrario que divide lo legal de lo ilegal.
La pregunta es obligada. "¿Por qué corriste? Tú estás en tu país, ellos no pueden cruzar la frontera para detenerte…" "Pues se supone que no, pero sí cruzan. Son bien…", responde Felipe, insultándolos con un tono que pretende ser desprecio, pero que trasluce el miedo que los migrantes, y también los coyotes, sienten todos los días.
Es un miedo contagioso. Lo sintieron los que iban con Felipe, que corrieron detrás él hasta quedar lejos de la línea, fuera de la vista de los agentes, como si hubieran estado haciendo algo malo. Como si estar parados en la orilla de su país, viendo para el otro lado, estuviera prohibido. Como si el simple anhelo de saber qué hay más al norte fuera suficiente para ser un criminal.