Hace como tres años, poquito tiempo después de que llegué a vivir a Los Ángeles, estaba hablando por teléfono con mi amiga la Sylvana. Acababan de matar a Roberto Mora, director del diario El Mañana de Nuevo Laredo, Tamaulipas, y nuestro amigo Martín Holguín lo sustituía en el cargo. En algún punto de la conversación, Sylvana me dijo: “En este momento, las dos profesiones más peligrosas en México son, procurador de justicia, y periodista”.
Quise ignorar el comentario. Mis amigos más queridos son periodistas, la gente más importante de mi vida vive de los medios de comunicación. Todos sabemos lo que es estar mal pagado, dormir poco, comer mal, viajar sin lana, lidiar con los egos y alguna vez sentir miedo. Pero todos sabemos también del placer, el insustituible placer de ver la página impresa con tu nombre, de saber que esa imagen la captaron tus ojos, de ver los créditos al final del programa y saber que ése eres tú.
Con el asesinato de Amado Ramírez, corresponsal de Televisa en Acapulco, México, el tema del peligro del ejercicio periodístico ha vuelto a salir a la luz. Varias organizaciones han hecho pronunciamientos exigiendo justicia; lo hizo también el Congreso, políticos que han aprovechado el momento para quedar bien con el presidente de esa empresa, Emilio Azcárraga Jean, y en este grupo incluyo al
chaparrito-peloncito-delentes, quien raudo y veloz agarró el teléfono y aseguró al Televisa Kid que el asunto se resolvería más pronto que en seguida. Y así ocurrió: el martes, cuatro días después del asesinato, ya había detenidos.
Por supuesto, yo lamento la muerte de Amado, alguien que evidentemente conocía el oficio, tenía la vocación y había desarrollado el callo. Era bueno. Pero me ha dolido profundamente ver cómo, por el hecho de tratarse de Televisa, el aparato de justicia se ha movido y la indignación ha llegado a los niveles políticamente correctos.
Lejos, muy lejos de eso, está el nombre de José Luis Ortega, del Semanario de Ojinaga, muerto el 19 de febrero 2001. Lejos están Saúl Antonio Martínez, de El Imparcial de Matamoros, asesinado en 2001; Félix Fernández, de Nueva Opción en Ciudad Alemán, en 2002; Jesús Mejía, de Primera Hora en Martínez de la Torre, en 2003; Gregorio Rodríguez, de El Debate de Escuinapa, en 2004. Ninguno de ellos trabajaba en Televisa; ninguno era empleado de una empresa a cuyo dueño le debiera favores la clase política mexicana. Ninguno de ellos ha recibido la justicia que doblemente merecen, por ser inocentes, y por haber muerto realizando una de las labores más nobles que puede desarrollar un ser humano: ser suficientemente sensible para reconocer lo que ocurre alrededor, ser suficientemente objetivo para transmitírselo al mundo.
Mi querida amiga Gardenia –quien es la mejor reportera que conozco-, publicó
esta nota con un recuento de los colegas –y uso esta palabra deliberadamente, cubierta de orgullo- muertos en los últimos años: 20 durante el sexenio de Vicente Fox, y Amado, el primero del nuevo sexenio.
Muchos de ellos cubrían temas relacionados con el narcotráfico, o seguían asuntos que implicaban corrupción policíaca o en los círculos gubernamentales. Y podría parecer que quien no investigue esos temas está a salvo, pero yo no lo quiero ver así, porque esta no es una cuestión de tema, es una cuestión de gremio. Cada buen periodista que conozco, de esos que verdaderamente tienen vocación, son poseedores de un mismo gen, del valor y la fuerza de los periodistas muertos.
He decidido indignarme por cada una de esas muertes porque en cada muerto va la esencia de quienes han sido mis amigos y mis maestros: el valor de
Témoris para darle la vuelta al mundo, literalmente; la pasión de Sylvana cuando cubrió la huelga en la UNAM; la astucia de Concha para apropiarse de la fuente judicial; la generosidad de Eliesheva para compartir una historia personal en aras de que nadie pierda a un ser querido; la corrección política de
Jazmín, la pericia de
el Yorsh, la aguda visión de
Enrico, la fuerte vocación de fotógrafos como
Aurelia Ventura o
David de la Paz. La enorme sensibilidad de
Diego para convertir una jornada cotidiana en el Metro, en una oda a la Ciudad de México.
En noviembre de 2006 la organización
Reporteros sin Fronteras colocó a México en el segundo lugar entre los países más peligrosos del mundo para ejercer el periodismo, sólo detrás de Irak. Al parecer mi amiga Sylvana tenía razón.
Con cada periodista que ha sido asesinado sin que la sociedad se preocupe por limpiar su muerte, muere uno de nosotros. Por eso, llena del orgullo que me da mi profesión les pido que no olvidemos a los periodistas muertos.
Foto: David de la Paz