Muy obediente yo, me aguanté las ganas. Llegaron mis veintes y las canas no, y yo seguí por la vida con mi color natural. Cumplí treinta, mi pelo como si nada. Ya para entonces decidí no esperarlas: me lo pinté de rojo, luego de negro, luego de rojo otra vez, y luego lo regresé a mi color, castaño; ahí me quedé los últimos años, hasta que un día viéndome al espejo a finales de junio pasado, descubrí una cana. Aterrada la ignoré. Al día siguiente encontré otra y emití el veredicto: Dios mío, tengo canas.
No sabía si contarle a mi marido. Pensé que a partir de ese momento iba a sentir que estaba casado con una ruca horrenda, nonono, ni permitirlo. Cuando por fin lo pude soltar –y gracias al maravilloso messenger-, se lo conté a la Concharra, mi carnala que a veces también la gira de mi conciencia. Su respuesta fue: acéptalas con cariño.
La frase de la Concha es bien bonita. No sólo aceptarlas, sino aceptarlas con cariño: reconocer en la madurez del cuerpo el proceso de madurez por el que atraviesa el alma, el espíritu, el cerebro, uno como persona, pues. Desde hace unos días pienso en mis años anteriores: en mi infancia que no recuerdo tan gozosamente como otras personas; en mi adolescencia envuelta en la falda tableada del colegio de monjas donde estudiaba; en mi súbita entrada al mundo adulto, cuando me convertí en mamá siendo muy joven; en mi universidad, mis amigos, en las fiestas, en mi oficio, el mejor del mundo; en la búsqueda de mi identidad y en el andar sin fin de mi cerebro que no para, no para nunca. Pensé que todos esos momentos, llenos de amigos (mis maravillosas amigas, por supuesto), novios, empleos, libros, música, comida, viajes y lugares acumulados por años, me han hecho ser quien soy, en el lugar en el que estoy y con quienes elegí estar; y no podría estar mejor.
Ándale; así que es por eso que uno tiene que aceptar sus canas con cariño, ¿ah? (aunque por el momento sólo sean dos, que conste): porque son el testimonio de una vida tan bien vivida, que a veces siento que no me la merezco.