miércoles, diciembre 31, 2008

Recado para el año que se va

Estimado año 2008:

No te ofendas si te digo que me da gusto que te vayas. La verdad es que trajiste cosas buenas, pero caray, también te esmeraste en las no muy buenas. Tuviste a bien demostrarnos que la globalización no sirve sólo para que empresas ricas le den empleos miserables a trabajadores pobres, sino también para que dichas empresas dejen de ser ricas y con ello los pobres trabajadores se vuelvan aún más miserables.

Tu álbum fotográfico no es precisamente de lo más lindo. Aunque estéticamente un glaciar derritiéndose puede resultar sublime, tú sabes perfectamente que esa no es la imagen que quisiéramos ver. En la ciudad donde vivo el verano fue un infierno y ahora el invierno está siendo dos. Las montañas se quemaron en pleno otoño y la nieve cayó en Malibu en pleno diciembre. No llueve, y cuando llueve, no para en tres días. Y en mi país la cosa no estuvo mucho mejor.

Mis amigos se están quedando sin empleo. Los de aquí, con los que compartí la mesa y la silla, la comida, la charla y la experiencia durante cuatro años; gente preparadísima que hoy se sienta en su casa con su etiqueta de “sobrecalificado” colgando de un brazo. Y mis amigos de allá, que temen enfrentar la misma suerte: se ven tentados a aceptar un empleo en el que ganarán lo mismo que ganaban hace diez años, porque tal vez sea el único que haya.

Yo tengo suerte: tengo empleo en lo que me gusta, aunque no lo puedo hacer como me gusta porque nadie que escriba porque hay que llenar páginas hoy y punto puede hacer gran cosa a profundidad. Como hace muchos años no lo hacía, cuento la vida por quincenas, sabiendo que si el viernes sale mi cheque y no mi liquidación, es señal de que seguiré teniendo empleo quince días más.

A lo largo de tus meses te encargaste de recordarme que los retiros que tomé por adelantado del banco de mi salud cuando tenía veintitantos, se cobran con intereses a los treintaytantos. Lo entendí a la primera, no tenías que esmerarte tanto. Lo chistoso es que la lección más importante derivada de ello es no tratar de hacer más que lo humanamente posible, pero hoy para sostener un hogar, eso es lo mínimo que uno tiene que hacer.

Por primera vez desde hace mucho tiempo lloré al escuchar una noticia. Nunca me imaginé que un atentado en contra de gente ajena a la perversión de la política pudiera teñir de rojo el suelo de mi país. En otros años nunca hubiera pensado que los ejecutados se contarían por miles, que serían cosa de todos los días, que un hombre sin cabeza se convertiría en algo que se puede encontrar en la casa de al lado.

En el país donde vivo los ataúdes continúan regresando rellenos de cadáveres de 21, 22, 23 años, mientras Osama Bin Laden se muere de la risa al ver cómo el imperio se persigue la cola.

Ya sé, ya sé tu respuesta: también está todo lo bueno. El 1 de enero amanecí viajando; fui al centro, al norte y después al sur; me tocó ver de cerca el fino tejido de un proceso democrático que se convirtió en un parteaguas para la historia de este país, tal vez del mundo. Vi, viví, aprendí, comí, conocí, reí muchísimo; tuve la oportunidad de ver a mis amigos y a mis queridas amigas, las de casa y corazón, y también de sentarme una noche a beber vino y ver actores con mis amigas de mi nuevo hogar. Tuve a mi hijo junto a mí dándome lecciones de lo que es convertirse en hombre, y tuve a mi maravilloso hombre a mi lado, prestándome sus brazos cada mañana para recargar las pilas y salir a enfrentar el día. Tuve a mi madre y a mi hermana cerca; tuve la oportunidad de mudarme a un espacio físico más grande, de expandir mis posibilidades profesionales, de crecer como persona y de ejercitar la humildad.

“Cuánta ingratitud”, estarás diciendo. “Sólo me culpas de lo malo, ¿por qué no empezaste por lo bueno?”, seguro piensas.

Te voy a decir por qué: porque en este momento, a punto de empezar un nuevo año, quiero creer que todo lo bueno seguirá aquí cuando te vayas; que eso no depende de ti, sino de nosotros. Quiero creer que lo malo sólo duró un año, y que ahora que no estés se irán contigo la injusticia y el desempleo; que el verano volverá a ser soleado pero traerá una brisa fresca, y en el invierno nadie morirá por un exceso de viento helado. Que la salud de cada quien dependerá de su estado de ánimo y de la edad de su corazón; que la gente irá a trabajar cada día porque quiere, no porque anhela recibir un cheque con un número en él. Quiero creer que contigo se irán los cadáveres y que nunca un joven en edad de ir a la escuela tendrá que limpiar un fusil.

Me da gusto que te vayas porque sé que si te vas y nosotros seguimos teniendo esperanza, si seguimos riendo, viviendo, aprendiendo, conociendo, el poder de lo bueno está en nuestras manos. Espero con ansias el 2009 como se esperan los cuadernos nuevecitos el primer día de clases; preparo mi pluma de tinta negra, la que escribe bonito, para llenarlas con mi letra más parejita y redonda.

No te ofendas; nomás ya vete. No te quedes más que en nuestra memoria como una lección para no olvidar, como un año que no queremos repetir, como un recordatorio de cuánto tenemos que arreglar. Nosotros aquí, con todo lo bueno, con lo que sí es nuestro, nos encargaremos de que el 2009 sea el mejor año de nuestra vida.

martes, diciembre 23, 2008

Recado de los abrazos

“Me compré un tango 

en el kiosco de adioses 

del aeropuerto”

-Mario Benedetti, Rincón de Haikus.

 

La semana pasada llegó mi madre a visitarme con motivo de las famosas fechas navideñas. Mientras esperaba a que llegara su avión me puse a ver a todas las personas que iban llegando; muchísimas, obviamente por la temporada.

Nada más chingón que las salas de llegada de los aeropuertos. Las de salida son de la chingada, nomás anda uno viendo las lágrimas y los buches atragantados de la gente. Ah, pero las salas de llegada son la onda: hombres y mujeres que brincan al recibir a sus padres ancianos, y los padres con cara de sorpresa por ver a los hijos todos adultos. Niñitos que corren, a riesgo de ser arrollados por una maleta samsonait, para abrazar a su papá. Novios que se ven indeciblemente ridículos sosteniendo unas florecitas mientras ven ansiosos a los que salen, pero que se convierten en apuestos romeos en cuanto la destinataria del regalo aparece en el corredor. Abrazos, chingo de abrazos por todos lados: dos amigas que se encuentran y se abrazan y se ven y se vuelven a abrazar; parejas que se funden en un abrazo sin importar si impiden el paso de los demás; hombres que pierden el pudor llorando al abrazar a una anciana que llega de no sé dónde.

Particularmente me llaman la atención los orientales: en estas fechas llegan muchos aviones de China, de Tailandia, de Corea y de Vietnam con gente que viene a ver a sus familiares. Entonces los orientales, que habitualmente son tan sobrios, tan poco expresivos, se vuelven todos sonrisas y cambian las reverencias por carreritas de pasos cortos y rapiditos para lanzarse en brazos del ser querido que llegó. Los más osados incluso se animarán a alzar en brazos a alguna jovencita largamente extrañada.

Los latinos, por otra parte, ruleamos. Apenas aparece una anciana por el pasillo jalando un maletón, y una runfla de chamaquitos se le deja ir encima soltando “¡abuelita!” a diestra y siniestra. El aeropuerto completo se entera de que ya llegó la abuelita de Zacatecas, y también nos enteramos de los nombres de los hijos que vinieron por ella, y de los que no vinieron, y de los que fueron a dejar a la abuela al aeropuerto de Zacatecas. Pero qué sabroso.

Curiosamente entre abrazos y abrazos, los llenos de brinquitos y los largos y pausados, recordé aquellos abrazos que no se pueden dar y de los cuales esta ciudad también está tan llena. Hace unos días hablé con un par de hombres que guardan sus abrazos desde hace años, con la esperanza de algún día poder darlos.

Uno de ellos es Luis. Este hombre de 34 años, que lleva cinco de ellos viviendo indocumentado en Los Ángeles, esperaba que esta fuera la mejor de las navidades en mucho tiempo. Después de reunir algún dinero hizo los arreglos para que un coyote trajera a su esposa desde Guatemala; el plan era que para el 24 de diciembre ella ya estuviera aquí. Todo marchaba de acuerdo con el plan, hasta que a ella la detuvo la “migra” en Arizona y fue deportada. “Yo tenía la esperanza de pasar la Navidad con ella, y pues mire, mala suerte, el destino, no sé”, me dijo el día que lo entrevisté. “Así le pasa a muchas familias, aunque sé que es peor para aquellos que pierden a un ser querido”, agregó a manera de consuelo.

Una situación diferente, aunque con el mismo resultado, es la de José. Originario de México, este jornalero ha pasado 22 de sus 57 años de edad en Estados Unidos. No tiene documentos, así que nunca ha regresado; acá estuvo cuando sus padres enfermaron, cuando murieron, cuando nacieron sus sobrinos. “Es parte de lo que tiene uno que pagar”, me dijo resignado. “El buscar el sueño de la prosperidad implica pagar precios muy caros, precios irremediables. Mis padres fallecieron los dos y no pude ir ni en el lecho de muerte; eso se le queda a uno grabado para el resto de su vida”. Según José, su Navidad ideal sería ir a ver a sus hermanas. Conoce a sus sobrinas por fotos y videos, “pero la sangre es la sangre”, dice con una certeza que apabulla.

Cientos de miles de personas que viven en este país llevan años sin dar sus abrazos contenidos por la falta de un papel: ellos no pueden ir a casa, los de casa no pueden obtener una visa para venir. Estando en el aeropuerto pensé en Luis, en cómo habrá imaginado el abrazo que le iba a dar a su esposa cuando se la entregara el coyote: supongo que uno de los abrazos largos y pausados, en los que el tiempo se detiene. Pensé en los que dará José a sus hermanas, a sus sobrinos, cuando los pueda ver: seguro serán de esos abrazos ruidosos, en los que todos los nombres sonarán al mismo tiempo, y las risas, y las lágrimas; segurito.

Me imaginé cómo se vería esta ciudad, este país, si en medio de la noche prendiéramos una lucecita por cada abrazo que nuestros migrantes no han podido dar. Cuánto cariño en pausa guardan en su corazón; cuántos abrazos dormidos, hibernando, esperando a que llegue el día. Cuánto maldito dolor, cuánta resignación, cuanta fortaleza de carácter; qué hombres y qué mujeres tan grandes ha dado nuestra tierra sólo para verlos partir.

Cuando vi llegar a mi madre por el corredor me acerqué con mucha calma y le di un solo abrazo, bien largo y bien fuerte.

domingo, diciembre 14, 2008

Recado que… ¡Jajaja, un zapatazo!

¡Jooooooooojojojojojojo, de hecho fueron dos! No, olvídense del post que estaba escribiendo, lo del zapatazo es infinitamente más relevante. Ya sé que la mayoría ya debe saberlo y tal vez ya lo vieron, ¡pero por favor! Este recadero tuvo su domingo completo, y sólo por eso lo pondremos una vez:



Y otra:



Y otra:



Qué buenos reflejos tiene el güey, se nota que está acostumbrado a que le avienten madre y media.


¿Se dan cuenta de que ya se va? ¡Ya se vaaaaa, ya se va el imbécil! (Para mayores informes, vean mi relojito este de aquí al ladito ------->).


domingo, diciembre 07, 2008

Recado personalazo

(Advertencia: Recado personalazo, dije. O sea, puede brincárselo e ir a ver un noticiero, para que sepa lo que es emoción de la buena).


Las dos semanas anteriores han sido interesantes. Si alguien aún viene a este recadero abandonado, habrá notado que desde hace un rato no hay mucha novedad por acá. Creo que desde que arrancó este blog hace dos años y medio, esta es la ocasión en que más tiempo ha estado estático, y prometo que en la medida de lo posible no volverá a ocurrir.


Resulta que he estado subida en una montaña rusa. Por ahí del veintitantos de noviembre andaba yo feliz de la vida, con tres proyectos enfrente. Estuve trabajando algo sobre menores migrantes que son deportados, y tras hacer un par de artículos “a distancia”, finalmente iba a ir a visitar una casa de menores migrantes en Tijuana. Mi otro proyecto chido era mi visita a la FIL, del 3 al 8 de diciembre. El tercero, mi participación en un blog sobre migrantes que acaba de abrir El Universal, y al cual me invitaron a participar.


El día que iba hacia Tijuana, y que era también el día que se lanzaba “Migrantes”, justo con una colaboración mía, me empecé a sentir mal en cuanto salí de mi casa. Inició con latidos muy fuertes del corazón y entumecimiento de las manos, y terminó en la sala de emergencias del hospital, inconsciente y con diagnóstico de una taquicardia muy severa que pudo haber sido bastante peor. No relataré detalles, pero el mismo día en la noche, ya en casa, estaba verdaderamente asustada.


Este tipo de cosas te sacuden todo. Te pones a pensar qué estás haciendo bien y qué mal, qué tanto te estás cuidando, cuáles son tus prioridades. Revisas tu situación práctica y haces un recuento de esos que yo pensaba que sólo hacen los viejitos. Dos días después fue el Día de Acción de Gracias, la celebración más importante del pueblo estadounidense, que independientemente de su origen, a mí me parece muy linda porque no tiene un vínculo con ninguna religión; ese día todos en este país, a pesar de sus muy diversos orígenes e historias, hacen un alto para agradecer las bendiciones recibidas durante el año. Evidentemente para mí este año tuvo particular significado. (Cenamos ese día en casa y tuvimos la suerte de tener la visita desde Phoenix de Ijon Tichy y su familia, que nos hizo aún más sabrosa la velada).


Debido a la semana feriada mi médico no estaba en la ciudad. El lunes pasado tuve que tomar una decisión: ver a un especialista en la única fecha que tenía disponible, y con ello cancelar mi viaje a la FIL, o ir a la FIL y ver al especialista a finales de diciembre. Quienes más o menos me conocen sabrán qué fue lo que decidí, pero también sabrán que lo decidí en contra de mi naturaleza que siempre me lleva a estar en todos lados porque, como suelo decir, “ya tendré tiempo de dormir cuando me muera”. Nomás que ahora sí me andaban tomando la palabra.


No ir a la FIL me pegó muy duro por dos razones. Obvio, porque quería ir –tenía programada, entre otras cosas, una entrevista con Pérez-Reverte -, pero sobre todo porque es la primera vez que yo tengo que cancelar algo por lo que he trabajado, por motivos de salud. Andaba en el super blues cuando de pronto, ese mismo día, me llegó un mail. Resulta que me dieron una beca para un taller de una semana en la Universidad de Berkeley, al cual le traía muchas, muchas ganas. Así que en un ratito ya andaba sonriendo otra vez, aunque con cautela por aquello de la emoción.


El rollo anterior obedece a lo siguiente: una vez más me di cuenta de que siempre que algo me pega, algo más me levanta. Uta, es la historia de mi vida, dije. Pero no, yo creo que es la historia de la vida de todos nosotros. Es la vida, ¿no?, que te pone y te quita para que cuando no haya, aprecies el tiempo en el que hubo, y para que cuando haya, lo sepas valorar. Sé que lo he dicho en otras ocasiones, pero pues ni modo, el mensaje se repite y yo de chismosa lo ando regando por todos lados.


Durante estos días, en los que he estado muy asustada pero también muy consciente de mí misma, lo que más me sorprende es mi gente. Mi esposo y mi hijo, que no me explico cómo pueden ser tan alivianados teniendo que lidiar conmigo, qué horror. Mis increíbles amigas, que siempre están ahí: al teléfono, en el Facebook, por el messenger, hasta por telepatía. Mucha gente que se enteró ha sido supersensible y me ha estado llamando; no hay mejor terapia que saberte querido, valorado, y apapachado.


Sobre lo que ocurrió ese día, sólo diré que al parecer tengo un pequeñitito defecto de fábrica en la maquinaria cardiaca y que aprendiendo a identificar cuándo va a empezar a dar lata podré evitar que siga haciéndolo. Eso no significa que se me haya quitado el susto, nada de eso. Hace un par de días de pronto empecé a sentir que se me entumían los dedos del brazo izquierdo. Me apaniqué un poco y a los minutos ya no sentía la mitad del brazo. Me empezó a faltar el aire. Sentía una opresión en el pecho. Estaba en la computadora, así que “guglié” “arm numbness” y el resultado fue “You are having a heart attack, call 911”. Llamé al 911 y a los tres minutos estaban entrando a mi casa SEIS paramédicos de los bomberos y les juro, les juro, les juro que los seis estaban como este. Me subí a una ambulancia por primera vez en mi vida y llegué al hospital. El diagnóstico: un ataque de ansiedad. Todavía estoy bien sacada de onda.


Dice el cardiólogo que mi corazón está entero, y el tipo que me hizo el ultrasonido me dijo “you have a beautiful heart”. Mi teoría es esta: vino la Flaca, me echó una miradita, y ella también se dio cuenta de lo del beautiful heart. Y nomás por eso, decidió que regresa dentro de cincuenta años.