viernes, julio 29, 2011

Recado del cuarto piso, departamento uno


El año pasado llegué al cuarto piso.
De lo primero que me di cuenta es que la cosa no era tan aterradora como sonaba. Sí, para las mujeres puede ser fuerte convertirse en una cuarentona, espantosa palabra despectiva y grotesca (porque una mujer de veinte no es una "veintona", ¿o sí?) para designar a una mujer que entra en la cosecha. Porque mire usted, esto es lo segundo de lo que me di cuenta: en la cuarta década se te regresa lo de las otras tres. Todo: lo que construíste durante tu infancia y adolescencia en el seno de tu familia, lo que le chingaste durante tus veintes, lo que multiplicaste durante tus treintas, el cuidado y el descuido, el abuso y el pudor; todo se te regresa.

Cuando cumplí cuarenta años y un día, me di cuenta de que yo era la misma: jefa, echada pa'lante, necia, mandona, pedera, distraída y llena de sonrisas, pero que en realidad todo ello estaba envuelto en una súbita calma: la calma de haber cruzado la línea y estar del otro lado sin sobresaltos. Después de los cuarenta, del famoso cuarto piso, lo que sigue es lo de menos: da lo mismo tener cuarenta y dos que cuarenta y cuatro, que cuarenta y seis. El paso ya lo diste, y lo que te queda por hacer los siguientes nueve años, es pasártela pocamadre, recogiendo la cosecha que, en la mayoría de los casos, es bien buena requetebuena. Así que parada en el departamento uno del cuarto piso, no me queda más que compartir con ustedes la famosa,y bien cierta, frase de Mae West:

You only live once, but if you work it right, once is enough.




Hoy cumplo cuarenta y un años.


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¿Más chisme?


miércoles, julio 13, 2011

Recado sobre la apología de la pobreza



“Bienaventurados los pobres, porque de ellos será el Reino de los Cielos”. Con este cuento chino plasmado en la Biblia, pero también en otros libros religiosos que utilizan formulismos similares, una pequeñísima parte de la humanidad ha logrado mantener a raya a la restante gran mayoría. La pequeñísima parte, desde luego, es la que posee el mayor porcentaje de la riqueza del mundo; la gran mayoría mantenida a raya, sobrevive por debajo de la justa medianía sugerida por Juárez, pero goza del consuelo de que algún día verá a su dios.

Si hay un pueblo que ha comprado ese mito completito, es el pueblo latinoamericano. Desde luego el caso que mejor conozco es el de México, pero debido a la influencia de la Iglesia Católica, la mayor parte de los países de América Latina cojea del mismo pie: el pobre es bueno, noble, con valores, aprecia lo que verdaderamente importa, es honrado y trabajador. Por esta razón, aunque sufra mucho, al final de la vida tendrá su recompensa: una muerte que lo conducirá derechito al paraíso. El rico, por su parte, es huraño, desalmado, materialista, sin afectos, cínico, mañoso y culero. Se da una gran vida y abusa de los pobres; pero claro, cuando muera, arderá en el infierno.

Aunque parece que estos estereotipos son extremistas, y aunque la mayoría podríamos decir que los conocemos, pero que de ninguna manera comulgamos con ellos, resulta interesante ver cómo en todo momento aparecen como parte de un sistema de valores que la sociedad mexicana-latinoamericana legitima sobre la marcha, permitiendo que los engranes de la maquinita que echó a andar tal sistema sigan funcionando aceitados para preservar el status quo: los pobres siguen pobres, los ricos siguen ricos, y la muerte pondrá a cada quien en su lugar.

Si bien en el caso mexicano algunas manifestaciones arquetípicas del sistema de valores del que hablo se han dado en los medios de comunicación (quién puede olvidar al Torito, tan bueno y noble y honrado y chambeador, él), pequeñas réplicas del mismo se nos van apareciendo a cada paso. En términos generales, vivimos en una sociedad en la cual el pobre desprecia a quien tiene dinero, lo descalifica y automáticamente éste se convierte en el motivo de su burla: es el popis, el fresa, el ricachón, el de arriba. El discurso clasista de Andrés Manuel López Obrador es un buen ejemplo: apenas hace un mes me tocó escuchar en el Zócalo de la ciudad de México su mensaje más reciente: no debemos estar en contra de todos los panistas, porque los panistas “de abajo” no son malos, sólo son víctimas de los panistas “de arriba”; a esos de arriba es a los que hay que atajar. En ese universo no hay gente buena con dinero ni pobres culeros.

El discurso que divide se encuentra también en la vida cotidiana. En la vida diaria, entre la gente a la que frecuento, e incluso entre la gente a la que sigo, por ejemplo, en tuiter, es común encontrar a quienes se burlan de las personas que pagan más que ellos por algunos bienes; hay quienes suelen jactarse de las tranzas por las cuales se hacen de servicios sin pagar completamente por ellos, de lo barato que han conseguido algo en el mercado negro o gracias a la piratería, e incluso de los beneficios de recibir apoyos por parte del gobierno. Me ha tocado leer a quienes cuentan cómo con poco dinero han comprado objetos o alimentos y se burlan de quienes pagan más, sin pensar que cuando pagas poco por una fruta o una verdura, es porque al que la produce también le están pagando poco por su trabajo. Hay una obsesión por demostrar que el pobre es listo, trácala, que saca ventaja de los otros, que le da la vuelta al que tiene más que él y que al final siempre gana y se chinga a los demás. “Pobre pero abusado”, viene a ser el nuevo “pobre pero honrado”.

Hace un tiempo una amiga que es maestra de bachillerato me contaba que sus alumnos se sorprendieron al conocer el monto de la fortuna de Bill Gates, y el hecho de que desde muy joven había logrado el éxito financiero. “Yo les dije: pues sí, pero esas personas están solas, su dinero no les sirve de nada”, me dijo mi amiga muy orgullosa. “De hecho creo que es el soltero más codiciado, porque ni familia tiene”. Yo le recordé a mi amiga que eso no es cierto: Bill Gates sí tiene familia, Melinda Gates, su guapa esposa, encabeza varias fundaciones que se dedican a becar estudiantes sin recursos, y nada me hace pensar que la tal pareja esté más o menos sola que cualquiera de las parejas que viven en una unidad del Infonavit.

Aunque los gobiernos suelen aprovechar en su favor el discurso que vende a la pobreza como una cualidad superior, admirable, sin duda la mayor beneficiaria de tal maniqueísmo es la Iglesia Católica. Bienaventurados los que van a misa y dejan su limosna aunque no tengan para comer, y dejan a sus niños para que canten en el coro y funjan como monaguillos, porque ellos verán a dios. Bienaventurados los que se meten unas chingas de tres horas en el transporte público, ocho horas en un empleo, cuatro en el otro, otras tres horas en el transporte público de regreso a su casa, para llegar a encontrar dormidos a sus cuatro hijos chorreando mocos y con la panza llena de lombrices, todos durmiendo en un solo cuarto, porque ellos serán llamados a la gloria. Bienaventurados los que sufren, porque de ellos será el reino ese del cual no tenemos ninguna certeza, mientras en el paraíso terrenal los obispos y cardenales manotean enseñando sus anillos de oro, se transportan en autos lujosos y viven rodeados de oropel sin saber lo que es el hambre o la sed. Bienaventurados los que no cuestionan y se conforman con el amor de su familia, porque mientras haya familia y amor el dinero es lo de menos, y le hacemos otro hoyito al cinturón, y nosotros somos chingones y salimos adelante, y además ganó la Selección.

Hace unos días murió Facundo Cabral y entre las personas que rescataron sus canciones por este motivo, muchas eligieron Pobrecito mi patrón para recordarlo. La letra de esa canción dice así:

Juan Comodoro,
buscando agua encontró petróleo,
se volvió rico...
pero se murió de sed...
(…)

Mas que el oro es la pobreza,
lo mas caro en la existencia...
Pobrecito mi patrón
piensa que el pobre soy yo...

Solamente lo barato,
se compra con el dinero...
Pobrecito mi patrón
piensa que el pobre soy yo...

Que me importa ganar diez,
si sé contar hasta seis...
Pobrecito mi patrón
piensa que el pobre soy yo...


Y a mí me vuelve a entrar la rabia, porque nuestra cursi, cursísima alma latinoamericana, a pesar de nuestros grados académicos y nuestras lecturas de Marx, sigue haciendo esta ridícula apología de la pobreza. La verdad es que a mí me gusta ganar diez, y al que sólo sepa contar hasta seis, pues enseñémoslo a contar hasta cien.