1- Hoy entrevisté a Elena Poniatowska. Yo la alcancé en el hotel donde se estaba quedando, ella bajó de su habitación, y poco después de empezar a platicar me dijo de pronto: “Oye, por cierto, antes de bajar escuché que murió Benedetti”.
2- Mi abuela era una mujer con un gran carácter. Viví en su casa hasta los 17 años y los siguientes trece la visité casi a diario. En todo ese tiempo sólo la vi enojada una vez. A pesar de que tuvo una vida difícil nunca fue “azotada”; siempre, siempre, siempre estaba de buen humor y le hallaba el lado bueno a todo.
A ella le gustaba leer, y cuando llegué a cierta edad uno de nuestros muchos puntos en común era ese: yo le prestaba libros y ella a mí. Leía muy rápido y sobre cualquier tema, a pesar de haber estudiado sólo hasta cuarto de primaria; pero no era fácilmente impresionable. Me regresaba mis libros, los comentábamos, hasta ahí.
Un día le presté “La Tregua”, de Benedetti. Lo amó. La historia la conmovió profundamente. Estoy convencida de que algo encontró en los personajes que la sacudió de manera personal. Me dijo que se quedaba con el libro para algún día volver a leerlo. Eso fue más o menos a principios de los noventa.
En febrero de 2006 murió. Tras el funeral, llegué a su casa, a su habitación. Abrí los cajones de su ropero buscando algunas de mis cosas que ella guardaba: mi medalla de primera comunión, otros objetos personales. Entre ellos estaba el libro: una edición de Nueva Imagen, con sus pastas verdes y sus hojas amarillas.
3- Cuando tenía once años tuve un maestro de música que me enseñó a tocar la guitarra, me introdujo a la trova y me habló por primera vez de la canción de protesta. También me prestó un libro: “Con y sin nostalgia”. En 14 cuentos magistralmente escritos pude ver por vez primera la tragedia de una generación aplastada por la dictadura y la sinrazón, culpable por el simple hecho de ser joven y pensar. Y descubrí a un autor capaz de reivindicar a dicha generación, algo que en ocasiones ni sus propios padres hicieron.
4- Estando en la universidad cayó en mis manos “El escritor latinoamericano y la revolución posible”. Hoy, a pesar de cuánto ha cambiado el mundo, sigo creyendo que es posible el asalto a lo imposible; veo que América Latina continúa en el arduo proceso de “convertir los reveses en victorias”; y hoy, treinta y tantos años después de haberse escrito, sonrío al ver convertida en realidad la figura idílica aquella del lector participante como factor de cambio.
5- A mí no me gusta la poesía. No entiendo el género y pocas veces me dice algo. Pero algo permeó a mi generación, porque decenas de veces, marchando sobre la avenida Juárez rumbo al Zócalo, he sentido una certeza compartida por todos: en la calle codo a codo, somos mucho más que dos.
6- “Me compré un tango
en el kiosco de adioses
del aeropuerto”.
En los últimos años he vivido demasiadas despedidas.
7- Murió Mario Benedetti y yo en verdad lo lamento. No porque se haya ido, sino porque sin duda algo de mí se lleva quien ha estado presente con cierta recurrencia en mi vida. Me pasa con los músicos, con los cineastas, con los actores; pero con mucha, mucha fuerza, me pasa con el que escribe, con el que me da de leer.
Hace algunas horas fui testigo, a través del Twitter, de una serie de opiniones encontradas sobre el autor. Los más jóvenes –y personalmente diría que los que cuentan con menos referencias y conocimiento general- emitieron calificativos como “cursi” (actualizo: el calificativo me parece bien aplicado y no creo que sea malo) y “barato”; leí que incluso lo comparaban con Corín Tellado. Supongo que es gente que sólo conoce “Táctica y estrategia” o “Hagamos un trato”; gente ignorante de la fuerza que obliga a escribir sobre la primavera con una esquina rota (lo cual suena cursi hasta que alguien explica que para romperla hubo que usar una picana, ¿no?). Hubo alguien que incluso celebró su muerte.
Me preocupa ver a una generación ignorando la historia por considerarla pasada de moda, ignorando el contexto social de la producción literaria, e ignorando la carga simbólica de las palabras dichas en un momento en el que nadie más se atreve a mencionarlas. El desdén por lo encumbrado, el iconoclasta barato: cuánto lastima al mundo que la gente que piensa se marche; cuánto más lo lastima que haya quien se alegre por ello.
Yo, por mi parte, estoy harta de decir adiós.